Admito que este cuento es también un poco largo para un blog, para las rápidas lecturas que suelen hacerse en estos espacios; pero lo subo a pedido de mi lectora más crítica: Ludmila, mi hija. La Editorial Municipal de Rosario cometió el bienvenido error de publicarlo hace un par de años en una antología de cuentistas rosarinos.
Mi nombre es Liberato -dijo el hombre a quien primero cedieron la palabra-, soy escritor compulsivo y lector voraz. Hoy hace dos meses que no escribo una palabra y no leo ni siquiera el ticket del supermercado.
El resto del grupo premió su fuerza de voluntad con aplausos. El hombre tomó asiento. Uno a uno, los escritores anónimos repitieron el latiguillo y dieron cuenta del tiempo de la abstención; nadie, al menos esa semana, había traicionado los principios del grupo.
Había unas veinte personas, mujeres y hombres en partes casi iguales, que iban desde los treinta hasta los cincuenta años. Presidía el grupo una mujer de cabellos negros y lacios, de piel gris y mirada de miope que ha extraviado los anteojos. Se llamaba Florencia y desde hacía más de un año no tocaba una cuartilla ni un lápiz ni una Olivetti y mucho menos un libro. Su liderazgo era meritorio.
“Sólo por hoy evitaré escribir y leer”, éste era el mantra que los hermanaba y los fortalecía frente a la tentación que, sabían, los acechaba a la vuelta de cada esquina. Sin embargo, no todo eran rosas los miércoles por la noche; era común, cada dos o tres semanas, oír confesiones como la siguiente:
-Me atreví a un aforismo, creyendo que podría controlarlo, pera luego perdí el control y la frase me llevó a otra y a otra y a otra hasta que ya no pude detenerme; seguí escribiendo sin pausa durante días, ocultándome, descuidando mi trabajo; mi familia me presionaba, sospechando que les mentía; y tenían razón. Tuve que confesarles y confesarme que a esas alturas estaba ya en mitad de una novela y...
Llegado a este punto, los desdichados se largaban a llorar, prologando el rosario de complicaciones que la recaída les había espetado: muchas, muchas palabras, y muchas lágrimas para glosar un mismo destino: la marginación, el odio, la pérdida de empleos, y lo que era aún peor, un nuevo rechazo editorial.
Esta noche en particular, los anónimos parecían de mejor humor que lo habitual. Alguien había soltado un chiste a costa de Liberato. Y todos rieron, a pesar de que la humorada era un clisé... o tal vez por eso. Apenas se apagaron las risas, Florencia presentó al nuevo miembro: un hombre de unos treinta y cinco años, delgado, y con todos los rasgos físicos de la enfermedad: cabellos despeinados, anteojos algo torcidos, ropa arrugada, zapatos gastados y sucios, barba de varios días, un leve tic en el ojo derecho, mirada dispersa y agotada, expresión paranoide.
-Mi nombre es Manuel -dijo-, soy un escritor compulsivo y un lector voraz.
-Hola, Manuel - le respondieron a coro.
-Contanos cómo fue que llegaste a nosotros-dijo Florencia.
-Oí del grupo en una reunión de... bueno...
-Vamos, no tengas miedo de hablar-lo arengaron desde el fondo.
Manuel se restregó las manos, visiblemente nervioso.
-Oí del grupo en una reunión que organizamos hace años con unos amigos para...
-Para leer los propios e insuperables manuscritos y regocijarse con el papelón de los demás, no tengas miedo de decirlo-completó Florencia.
Manuel la miró como rogándole piedad.
-Vamos, Manuel, tenés que dar el paso; de vos depende.
-Sí, bueno, nos burlábamos de ustedes en realidad, de los anónimos.
-Sí, típico, claro, es lógico-murmuraron.
-Y qué pasó, Manuel, cuándo advertiste que vos también eras huésped del infierno-preguntó Sebastián, uno de los más veteranos, pronunciando cuidadosamente cada palabra.
-Bueno, no fue cuándo, sino cómo-aclaró Manuel. Y todos asintieron ruidosamente para dar a entender que eran capaces de comprender la diferencia aludida.
-Cómo fue.
Manuel abrió la boca, amagó una palabra, tartamudeo una sílaba ininteligible y, vencido, se cubrió el rostro con las manos.
-¡No, no puedo!-gritó.
Estaba llorando.
Florencia le posó una mano en el hombro y con toda la ternura de la que fue capaz, intentó consolarlo. Sin palabras. Nadie habló. Estaban acostumbrados a estas reacciones y sabían que ninguna anónima frase ajena procuraba alivio; lo único que les quedaba era esperar a que el desdichado se calmara y dijera las suyas.
-Perdón-dijo, tratando de recuperar la compostura.
El grupo consintió con gesto magnánimo.
-Sé fuerte, Manuel- dijo Florencia, llevando el índice al entrecejo, como si quisiese acomodarse unos anteojos inexistentes.
Manuel miró a los anónimos con aire ausente; en verdad no estaba allí, sino enterrado debajo del enjambre de remordimientos que le aplastaban el alma, de lo contrario hubiese reparado en la unánime postura de su auditorio: piernas cruzadas, codos sobre el pupitre, mentones apoyados entre el índice y pulgar derechos. Pero no los vio, y él siguió considerándose distinto, el único desgraciado sobre quien caían las peores secuelas de la adicción.
-Mi nombre es Manuel -recomenzó-; soy escritor compulsivo y lector voraz. Arrastro mi condición desde la infancia -se detuvo un instante; suspiró y prosiguió-: Fueron las historietas. Recuerdo Meteoro, en colores, que mis padres me compraban accediendo a mis ruegos, aunque yo no supiera leer. ¿Por qué la revista si podía verlo en la TV? No lo sé, necesitaba tenerla, hojearla, palparla, olerla, imaginarme los diálogos según las viñetas... Después, cuando comencé el colegio, fueron el Anteojito, y el Billiken... Las compraban, según recuerdo, para complacer a las maestras que exigían figuritas de San Martín, de Belgrano, gráficos de la germinación del poroto y de los tres estados de la materia... del agua... sí, era del agua. Pilas de Anteojitos amontonándose debajo de mi cama, las oía respirar. Pero era la respiración de algunas páginas, no de todas... Pelopincho y Cachirula, Pi-pío y Calculín, Larguirucho, Luky Luke, Tintín, sólo las historietas... Recuerdo algún libro de cuentos también, uno de tapas amarillas cuyo autor era Constancio Vigil, el mismo nombre que figuraba en el staff del Billiken, sólo que con una inicial intermedia diferente... recuerdo que pasé toda una tarde conjeturando el parentesco. Puedo nombrar infinidad de revistas -suspiró-: las he leído todas.
-¡Oh!- exclamaron los anónimos.
-Tal vez nada malo habría ocurrido si mi tendencia adictiva, que también se apreciaba en la escritura, pues me pasaba las horas copiando los diálogos de las historietas en un cuaderno, se hubiese limitado a las revistas. Entonces, creía, me atraían los colores más que las palabras, o el deseo de estrenar un lápiz, más que el acto de escribir. Mis padres, quizá conscientes del peligro o tal vez, como argüían, por razones económicas, evitaban comprarme libros. Sólo en algunas ocasiones especiales, algún cumpleaños, cosas así. Pero tuve la mala ocurrencia de acercarme una tarde a la biblioteca de la escuela. ¿Qué tenía que hacer allí en lugar de estar corriendo con mis amigos? Ellos jugando a Ladrón y Policía y yo husmeando entre los raquíticos anaqueles. Una maestra hacía las veces de bibliotecaria. Me asocié porque bastaba con dar mi nombre y con eso podía llevarme libros a casa... Por primera vez sentí la avidez que... Bueno, ese impulso que se siente en las librerías, el deseo de llevárselo todo; hasta robándolo si no se tiene dinero... Elegí al azar un libro: La vuelta al mundo en ochenta días... ¡Dios, Dios santo! ¡Jamás hasta entonces había vivido lo que viví leyendo ese libro! Comencé a leerlo esa misma tarde, después de tomar la leche y ver al Capitán Piluso.... ¡Y no pude soltarlo sino por las malas, por mi madre que me lo arrebató de las manos para obligarme al baño y a la cena! Durante dos tardes y dos noches no existí más que para ese libro. Regresé por más. Me llevé Veinte mil leguas de viaje submarino, y luego Cinco semanas en Globo, Los hijos del Capitán Grant, Viaje al centro de la Tierra... ¡Dios, con Verne me habían atrapado! Cuando acabé con los libros de Verne, descubrí otros nombres: Salgari, Leroux, Conan Doyle; los libros comenzaron a exigirme la vida y yo se las entregaba... La bibliotecaria, al verme tan interesado en la lectura (yo era uno de los pocos alumnos, si no el único, que retiraba volúmenes periódicamente), trajo de su casa, para prestármelo, el primer libro que logró hacerme llorar: Mi planta de naranja-lima. ¿Por qué, me pregunto hoy, si es verdad que existe, Dios puso en mi camino a esa maestra y ese libro? ¿Por qué esas duras pruebas a un niño que no sabe discernir no ya entre el bien y el mal, sino en lo que le conviene o no? Conforme aumentaba mi interés por los libros, decaía mi actividad física. Ya no iba a los entrenamientos de fútbol, y en los partidos de la escuela, al momento del pan y queso, pocas veces me salvaba de la vergüenza de ser seleccionado al final. Mis padres advirtieron que algo olía mal en Dinam... perdón, que algo andaba mal, y aprovecharon el que yo hubiese dejado entrever un interés por la música para comprarme una guitarra e inscribirme para tomar lecciones. Ellos creyeron que estaban salvándome, pero no hicieron otra cosa que empeorar la situación. Aprendí no sólo a tocar, sino que además a escuchar. El interés por la música me llevó a descubrir una poesía que hasta entonces había pasado sin pena ni gloria por mi vida. Comprendí que había una música distinta a las canciones de Palito Ortega y la discografía del Club del Clan. Ellos esperaban de mí que me aburriese con la Vestido celeste y Merceditas y me fuese a jugar a la pelota. Pero consiguieron que supiera de los Beatles, de Spinetta, de Charly García... ¡Dios Misericordioso! ¡Consiguieron que me pusiese a escribir consciente de mi querer escribir!

-¡Oh!
-Mis primeras palabras fueron canciones.
-¡Ooohhh! ¡Pobrecito!
-Enamoré a mis novias componiéndoles canciones de amor.
-¡OOOOHHHHH!
Manuel bajó el rostro, avergonzado.
-Ánimo, Manuel, soltá todo-le dijo Florencia.
-Con una de ellas me casé, luego nos divorciamos... Y todo por... Maldita ilusión... Nunca pude soportar la vida normal, la existencia honorable de ser un empleado, un ciudadano que vota y paga sus impuestos. Yo, sencillamente, no podía ser lo que se debe ser. Necesitaba soñar, escribir, leer, tocar, cantar... Lo necesitaba para mí, por mí... ya era un adicto, y como todo adicto era, soy, un egoísta -Manuel suspiró, miró a Florencia-: desde aquellos primeros libros me encerré cada vez más en mí. Escribía canciones, escribía relatos y escribía creyéndome un gran escritor... Años así; hasta que a mis manos llegó Rayuela. Y.. ¡Dios! ¡Dios Santo!... Me di cuenta de lo nada que yo era, de lo estúpido que había sido; Dios, creí que aquello era el final.
Manuel se cubrió los ojos, restañó una lágrima, inhaló profundamente y continuó:
-Hubo un final, efectivamente: el de mi matrimonio; mi familia, aquél disfraz de vida normal. Es que nada, mi vida, el mundo, la realidad, nada pudo ser como antes. Nada ni nadie. Mi mujer no era la Maga, ya no pude fingir amor... No fue un final, en realidad, sino un segundo principio. Tal vez el real comienzo. Y tanto mi recobrada soledad como Cortázar fueron un mapa, una guía en esa inmensa meseta de tinieblas que oculta la literatura. Descubrí nombres y hombres, prosas, y mujeres. Cada uno de ellos era un nuevo golpe, un nuevo desafío. ¡Él éxtasis, la extrema felicidad, el lado perfecto y engañoso de toda adicción! Leer Camus y necesitar más. Leer Sartre y más. Lispector e ir por más. Borges y por más... Y Nietzsche, Kierkegaard, Jarry, Miller... Tantos, Dios, y yo alejándome de la realidad, sin un centavo, recurriendo a lo más bajo para procurarme unas páginas que leer, unas cuartillas para escribir... Días pasaron en que no comía porque gastaba mi dinero en libros y en las fotocopias de los cuentos y novelas que enviaba a editoriales para recibir como respuesta un cordial rechazo que sin embargo dejaba puertas abiertas, invitaciones para que continuara escribiendo y enviándoles el material...
-Sí, es el engaño al que nos sometemos-dijo Florencia.
Manuel la miró con el rabillo del ojo y continuó como si no la hubiese oído.
-Mentía, pedía sumas que, sabía, no podría devolver, me vi tentado, yo, un yo al mismo tiempo ajeno a mí, a quedarme con libros prestados, negaba descaradamente que los tuviese en mi poder... -se limpió la nariz y continuó-: Mi mujer vino un día para hablarme, intentaba recomponer nuestra relación, pero la eché de mi casa, y ese mismo día vendí la alianza para comprar más libros y una resma.
-¡Oh!
-Gasté todos mis ahorros en lectura, y mientras tanto seguía escribiendo, cada día, cada tarde, cada noche, apenas dormía unas horas, no conocía la luz del sol... -hizo un pausa-: Un día descubrí a Vian y...
Una lágrima le recorrió la mejilla.
- Manuel, calma, sacá todo.
-Nunca llegaba la cima. Yo quería leerlo todo, saberlo todo, entenderlo todo, pero el camino era infinito y mi alma desesperaba. Cuando un libro me demandaba más de dos días de lectura, comenzaba a odiarlo, culpándolo por el tiempo que le robaba a los demás. El único remedio para sanar ese odio era escribir. Y entonces la página en blanco, la mente en blanco, el mundo en sepia, y una nueva variante de la angustia hasta que por fin aparecía la primera palabra y luego otra y otra y otra hasta lograr mi enajenación, mi natural desahogo, la sublimación de mi odio hacia los libros que ninguna culpa tenían. Responsabilicé después al tiempo y de ese modo me las tomé con Dios, hasta comprender que el tiempo tampoco era responsable de nada, sino yo, el único verdaderamente efímero y mortal en todo este asunto... Mi vida no alcanzaría para leerlo todo y saberlo todo, y jamás lograría escribir todo lo que quería, y todo lo bien que quería... Yo era el único responsable, yo... ¡Me odié tanto!... ¡Me odio tanto!
Se echó a llorar una vez más.
-Manuel, diste un paso fundamental: reconocer la adicción -dijo Florencia-. Ahora depende de tu fuerza de voluntad. Tu historia es la misma historia de cada uno de nosotros... Jamás podrás curarte, lamentablemente, pero al menos podés intentar cada día llevar una vida normal. Mirá, por ejemplo, a Tomás: el llegó hace un mes, tan desesperado como vos. Y hoy ha logrado recuperar su trabajo como empleado postal y luchará por conservarlo hasta la jubilación; pronto se casará con una mujer que le ha prometido despertar a su lado cada día del resto de su vida. Igualmente yo, Manuel, desde hace un año no toco un libro; cada mañana me levanto diciéndome: hoy, sólo por hoy, evitaré leer y escribir. Desde hace un año vivo el mismo día todos los días, resistiéndome a la tentación, digitando como una máquina sin alma los números de una caja comercial. Es posible vivir sin sueños, Manuel, es posible resistir la realidad sin escudarse detrás de una ficción; es posible no ya ser uno en la ciudad, sino ser la ciudad, confundirse con ella, seguir la manada: ser, en definitiva, una persona normal. Es posible y vos podés, Manuel. Vos podés. Mirame a mí. Mirame a mí.
Manuel asintió en silencio y se dirigió a su pupitre, sugestionado con el aroma de jazmines que expelían los ojos de Florencia.
La hora llegó a su fin y el grupo se despidió. Manuel acompañó a Florencia una cuadra; caminaron en silencio. En la esquina, ella detuvo un taxi.
-Adiós, Manuel, espero verte la próxima semana.
Manuel le respondió con una sonrisa lánguida. Creyó ver en el rostro de Florencia algo así como una corteza que cedía, algo que inventó como un signo a su favor. El taxi arrancó.
Florencia le había gustado. ¿Qué le atraía? No era joven ni tampoco una gran belleza; sin embargo esa noche -y el resto de la semana-, no pudo quitársela de la mente. Se alejó sabiendo que apenas llegara a su casa tomaría una cuartilla y escribiría. Escribiría, sí, no podría resistirlo. Escribiría para ella, por ella, sobre ella, aunque el texto contara la historia de un mandril o de una familia de lobisones. De pronto se detuvo, mareado, víctima de un arranque de escrúpulos: ¿Tan pusilánime era que no podía intentar la abstención al menos un día? El corazón se le aceleró, las rodillas se le aflojaron. Se apoyó en un árbol y respiró profundamente. Tuvo frío. Junto a él pasó una pareja abrazada; el hombre decía algo al oído de la mujer. Ella río y le besó el cuello. Manuel conjeturó un millón de frases que pudieron haber intercambiado esos dos; entrevió diversos finales: una cama de hotel, un asesinato en un terreno baldío, un accidente a la vuelta de la esquina, unos dientes de vampiros clavándose en la yugular... ¡No, no podía ser tan débil! ¡Debía esforzarse!
Una semana después, limpio, regresó dispuesto a conseguir la atención de Florencia. Estaba ansioso por contar su experiencia, los días que transcurrieron como por un túnel viciado de palabras pero anclados en la realidad. Mañanas temblando delante de una página, resistiéndose, torturándose; las tardes de espaldas a su altar, la biblioteca. Y todo mientras se programaba para aceptar de una buena vez que era la suya una vida miserable. “Yo puedo, yo puedo”, repetía delante del espejo donde veía crisparse su rostro escéptico.
No fue fácil; por más que les diera la espalda, allí estaban sus libros. En una reacción desesperada, los vendió a un librero de San Telmo. Pensó en Florencia para darse valor. Con el dinero de la venta pensaba invitarla a una cena y a una suite en el mejor hotel...
Florencia le atraía demasiado. Hasta creyó que podría enamorarse.
Y ahora estaba dispuesto a demostrarle que él también había logrado sobrevivir una semana sin su dosis de palabras. Era posible, sí, ella tenía razón, ella era el ejemplo.
Cuando llegó a la escuela, se enteró por los porteros que el grupo no se reuniría.
-Una de las chicas se suicidó. Florencia. En el pizarrón escribieron la dirección del sepelio. Es en Barrio Norte, ¿se la anoto?-le soltó el sujeto.
Manuel sintió una explosión en sordina, como si alguien le hubiese aplastado una bolsa de papel agujereado en el rostro.
El piso cedía, parecía de gelatina.
-¿Se la anoto?-repitió el portero.
-No, gracias-, creyó responder. Pero se alejó sin haber abierto la boca.
Le latían las sienes a rebato. Sudaba frío. El mundo parecía dar vueltas entre chispas azules y blancas.
Lloraba.
Instintivamente introdujo las manos en los bolsillos, contó el dinero, secó sus lágrimas con las mangas de la camisa... Como las ratas que huyen del fuego, corrió desesperado hacia la avenida Corrientes, donde las librerías no cerraban sino hasta muy entrada la noche.